Y quizás sea buena idea vomitar ahora todos los vaivenes
internos. Siento en la boca del estómago una marea de sensaciones intermitentes
-y me las tengo que bancar-, como una
buena persona, en sus plenos cabales.
Lo cierto es que me importan un carajo los cabales; quiero
gritar, quiero salir corriendo, quiero desaparecer. Sé que soy presa de mí
misma, de las pastillas que me habían estabilizado hasta que el médico, muy
acertadamente -o no- me dijo:
- - Probemos de bajar la dosis. De 100 a 75 durante
seis días, después 3 meses de 50. Y volvé a consultar.
Los médicos prueban, ese es su trabajo. Vamos probando en
ese cuerpo ajeno, que no es el suyo. Mientras ellos toman whiskey y se cogen a
las enfermeras en los coffee breaks,
yo lucho con la ansiedad. Qué bonito. Qué considerada la medicina occidental.
No me queda otra que someterme al mandato, ir bajando la
dosis a ver cuánto me acerco o me alejo de los cordones de Kane. Y al mismo
tiempo, pienso, ya nadie puede escribir sobre la psicosis del depresivo, porque
ella ya lo hizo. Y al parecer lo hizo muy bien. Y al parecer festejamos que se
haya matado porque era lo que le tenía que pasar. Un depresivo terminal debe
matarse, es su destino.
También debe luchar contra su enfermedad, pero sólo para dar
un atisbo de valentía. “Qué bien, cómo luchó hasta el final”. Un final
predecible, anunciado, aburrido y tremendamente triste. No hay nada más triste
que una persona en la soledad de la muerte. Porque el suicida vive solo. La soledad
es su reino. Son pequeñas soledades que van a trabajar, hasta que dejan de
hacerlo, que se vinculan con los demás de forma patética –por lo general
traicionan, no acuden a las citas, deben plata, etc.- hasta que dejan de
vincularse. Porque no pueden. Porque deben reinar en el paisaje de la soledad. Y la soledad no
permite compañía. De eso se trata.
Y mientras espero a saber qué pasará con mis mareas
emocionales, pienso. Pienso si las cosas habrían sido diferentes, pienso cuál
fue el momento exacto que determinó que mi vida fluctuaría entre el bienestar y
el patetismo. Realmente me lo pregunto. ¿Radica en la soledad de la infancia? ¿En
los deseos truncos? ¿En la auto exigencia? Mierda, todo esto ya lo leí. No quiero
ser una fotocopia borrosa de Sarah Kane. ¿Qué habrá tenido ella para determinar
un antes y un después? ¿Alcanza con su genialidad? Te odio un poco. Me basta,
para odiarte, que me hagas sentir tan mediocre, tan predecible, tan plagicómica. Nada puedo decir acerca de
la depresión que no lo hayas dicho vos, de manera maníaca y perfecta.
Por eso, si un día te encuentro en el reino de la soledad y
el desconsuelo, te voy a decir: te odio. Por hacerme sentir tan berreta.