2.
Llegó con un aspecto sumamente desprolijo. Supe que no me había entendido cuando le pregunté qué quería tomar, porque miró a su alrededor y contestó que sí, que el día estaba hermoso. Frío pero hermoso, dijo. En la mesa de al lado, una chica leía a Vargas Llosa. Pedí dos cafés y una medialuna de jamón y queso. Muchas cosas habrán cambiado, pensé, pero no su gusto por las medialunas de jamón y queso.
Cuando
por fin se concentró en mi conversación, vi en sus ojos el mismo
vacío que la última vez. No me reconoció, por supuesto que no. Lo
sé porque le conté que había tenido un hijo, su nieto, que lo
habíamos llamado Francisco y que se parecía mucho a él. Apenas
sonreía, y de a ratos, repetía que era un día hermoso. Al llegar
la medialuna la miró con un deseo casi infantil y comió las dos
mitades como un rayo. Quizás, hacía días que no comía. Le tendí
una servilleta para que se limpiara las migas, pero no lo hizo; sólo
me miró, miró el papel, me volvió a mirar y lo guardó en el
bolsillo de su pantalón.
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