viernes, 16 de diciembre de 2011

161211


Latente transcurría la noche esperando la llegada del profeta.
Fuera de sí, las flores negaban la existencia de un ser supremo. Sólo la savia regaba con su aroma las cumbres montañosas, las sombras de los valles.
No vendrá, no vendrá.

Mientras un silencio de noche se asomaba en la planicie, las voces continuaban sus plegarias. No son más que pequeños seres imberbes, pequeñas vidas ajetreadas por la fe y la sed.
No es tanto el dolor sino las ganas de sobrevivir. No vendrá, pero seguiremos esperando.

La noche era ya un hecho en aquel desolado espacio. Piedras y tierra amarga llenaban el suelo de flores secas. Ya no eran los insectos sino los sueños. Ya no era la masa líquida del aire sino su cielo.

Recordar es hacerse a un lado. Retomar es sólo ver más allá de lo intrépido, de lo inefable, lo inestable.

En el momento del temblor, todos estaban agazapados bajo mantas sudorosas y frías. Se tomaron de las manos en silencio. No habrá más vida después de la nuestra si no seguimos a la espera del milagro.
El temblor sacudió las algas del mar y las copas de los árboles. Nada se oyó más que el silencio, el miedo.

Bajar hasta la orilla habría sido más fácil si hubieran tenido un calzado acorde. Las espinas impostergables de las rosas habían regado el suelo por completo. Ya no era la sangre, no eran los pétalos. Sólo un dejo escarlata entre los gusanos y la miel.
Difícil atravesar el páramo, lejos el sueño y lejos la mañana.

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