miércoles, 10 de julio de 2013

Y quizás sea buena idea vomitar ahora todos los vaivenes internos. Siento en la boca del estómago una marea de sensaciones intermitentes -y  me las tengo que bancar-, como una buena persona, en sus plenos cabales.
Lo cierto es que me importan un carajo los cabales; quiero gritar, quiero salir corriendo, quiero desaparecer. Sé que soy presa de mí misma, de las pastillas que me habían estabilizado hasta que el médico, muy acertadamente -o no- me dijo:
-        - Probemos de bajar la dosis. De 100 a 75 durante seis días, después 3 meses de 50. Y volvé a consultar.
Los médicos prueban, ese es su trabajo. Vamos probando en ese cuerpo ajeno, que no es el suyo. Mientras ellos toman whiskey y se cogen a las enfermeras en los coffee breaks, yo lucho con la ansiedad. Qué bonito. Qué considerada la medicina occidental.
No me queda otra que someterme al mandato, ir bajando la dosis a ver cuánto me acerco o me alejo de los cordones de Kane. Y al mismo tiempo, pienso, ya nadie puede escribir sobre la psicosis del depresivo, porque ella ya lo hizo. Y al parecer lo hizo muy bien. Y al parecer festejamos que se haya matado porque era lo que le tenía que pasar. Un depresivo terminal debe matarse, es su destino.
También debe luchar contra su enfermedad, pero sólo para dar un atisbo de valentía. “Qué bien, cómo luchó hasta el final”. Un final predecible, anunciado, aburrido y tremendamente triste. No hay nada más triste que una persona en la soledad de la muerte. Porque el suicida vive solo. La soledad es su reino. Son pequeñas soledades que van a trabajar, hasta que dejan de hacerlo, que se vinculan con los demás de forma patética –por lo general traicionan, no acuden a las citas, deben plata, etc.- hasta que dejan de vincularse. Porque no pueden. Porque deben reinar en  el paisaje de la soledad. Y la soledad no permite compañía. De eso se trata.
Y mientras espero a saber qué pasará con mis mareas emocionales, pienso. Pienso si las cosas habrían sido diferentes, pienso cuál fue el momento exacto que determinó que mi vida fluctuaría entre el bienestar y el patetismo. Realmente me lo pregunto. ¿Radica en la soledad de la infancia? ¿En los deseos truncos? ¿En la auto exigencia? Mierda, todo esto ya lo leí. No quiero ser una fotocopia borrosa de Sarah Kane. ¿Qué habrá tenido ella para determinar un antes y un después? ¿Alcanza con su genialidad? Te odio un poco. Me basta, para odiarte, que me hagas sentir tan mediocre, tan predecible, tan plagicómica. Nada puedo decir acerca de la depresión que no lo hayas dicho vos, de manera maníaca y perfecta.

Por eso, si un día te encuentro en el reino de la soledad y el desconsuelo, te voy a decir: te odio. Por hacerme sentir tan berreta. 

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